Di recente pubblicazione per i tipi di Del Vecchio, Quasi mai è uno dei principali romanzi dello scrittore messicano Daniel Sada, che gli valse il Premio Herralde de Novela nel 2008.
Per la rubrica Testo a fronte ve ne presentiamo oggi il primo capitolo, nella traduzione di Carlo Alberto Montalto.
Casi nunca di Daniel Sada El sexo, como pretexto válido para romper con la monotonía; el sexo-motor; el sexo-ansiedad; la costumbre del sexo, como un hartazgo cualquiera que se volverá lastre; el sexo colosal, incontenible, frenético, ambiguo como un juego que confunde y luego aclara y vuelve a confundir; el sexo-simulacro, el sexo-obviedad. El placer, al fin, como un encomio que vaya justo en sentido inverso a lo que se vive. Conjeturas truncas durante una caminata, bajo una tarde descolorida. Cuadras de calles en declive y en ascenso. Dificultades al paso, y también en la mente. El sujeto era un tal Demetrio Sordo, flaco y alto, casi a punto de cumplir treinta años, afecto a las cosas del campo, donde residía a medias su felicidad laboral, pero su solaz: ¿cuáles emociones? La cotidianeidad nocturna del juego de dominó en una cantina de mala muerte, o los paseos, pocos, sin chiste, de apenas tres kilómetros, o menos; o cafeteadas vespertinas, siempre solitarias y sin para qué; o la escritura de cartas dirigidas a entes conocidos pero ya fantasmales. Y así la hartura y ¿qué hacer?: pensar presintiendo certezas y dudas: cuántos descartes y cuántos reacomodos, mismos que, sin exprimirse mucho el seso, justo durante aquella tarde nublada, le ayudaron a hallar la chispa que le hacía falta. Fue el sexo la elección más fácil, aunque el reto consistía en practicarlo cada veinticuatro horas. ¡Ojalá! Sí, sería todo un desembolso que valdría la pena. De modo que esa misma noche el agrónomo fue a un burdel. Fue titubeante. Sus pasos cortos lo evidenciaban. Tras descender del taxi caminó como si pisara huevos o se astillara las plantas de los pies con vidrios rotos. Estaba casi en el centro de una zona roja no paradisíaca y tampoco, para colmo, siquiera luminosa a medias. Era la segunda vez que iba a un infierno similar y por tal vicisitud no sabía hacia dónde jalarse. Avistando en derredor, lo primero que vio al aire libre fue una hilera de mujeres fodongas sentadas en mecedoras de guayaco, cada cual frente a la puerta abierta de su cuartucho mezquino. Fregado espectáculo a todo lo largo de una acera por la que él empezó a desplazarse. A poco sus pasos cortos se convirtieron en zancadas. Prisa entendible porque deseaba hallar un burdel elitista. Para ello tuvo que preguntar a un transeúnte. La cosa fue que al ser informado entró en sintonía. Aquel de allá o el otro de más allá. Ésos son los más caros. Luego un parloteo relativo a las mujerzotas por ver (había de todos tipos), sólo que Demetrio no quiso oír más descripciones, antes bien aceleró sus pasos sin dar las gracias: y, ¡pues sí!, un burdel se llamaba La Entretenida y el otro Presunción, dos casonas amarillas cual plastas cuadretes dándole algo de lustre al crepúsculo: y ¿a cuál entrar para quedarse? Duda risueña algo prolongada. Optó por Presunción… Pago anticipado allí, como si se tratara de un museo, una exageración: descarga billetosa hecha a regañadientes. A cambio la alegría inmediata apuntalándose en la semioscuridad, porque ahora sí debió ser un impacto lo observado muy a voleo, como era la amplitud de una sala sugestiva en matiz naranja, donde estaban dispuestos muchísimos sillones. No había pista de baile, pero sí música ambiental: ranchera, muy ruidosa, y sólo eso.¿Muy de lujo el panorama lúgubre? Mirón, el recién llegado siguió mirando tras sentarse. La invitación: gran amabilidad: un hombre regordete le señalaba el asiento: dulzura de ademán reiterado. Muy al canto ese mismo le preguntó: ¿Qué le sirvo?, y el aún cliente en potencia dijo: Espere, espere. Naciente timidez mezclada con ardor: Demetrio y su búsqueda entre tanta belleza en penumbras: tanto aplaste ¿excitante? Lo bueno fue que pronto hubo un distingo: notó a una morena grandullona de buenas carnes, una vulgaridad excéntrica que sonreía como nadie. Ella, sabiéndose elegida, se arrellanó de tal modo en su sillón que dejó ver para el mirón sus deliciosas piernas en largo, adrede. Treta efectiva, porque Demetrio la llamó y aquélla, solícita, salerosa, ¡venga!: llegó despacio: su pelambre rizado se movía con vaivén de más. Ella parecía deambular por una pasarela. Entonces, sin más, ¡a sentarse!, ¡a platicar pequeñeces! Cargante indicio del cual hubo de sobrevenir un discreto agarre (algo juguetón) de manos. Suavidades por cuanto emociones a punto. Preludios del gozo, por decir: dos, sí, buscando la vivaz conexión, acaso más allá de lo mercantil sexual, que devino en un descaro mirón de ida y vuelta, que si retador, que si invitador; a esto hay que añadir las someras delicias a media luz porque llegó la mudez para dar paso al juego de facciones, de ambos el morbo como acoplamiento: el casi besarse, pero, ¡zas!, la impertinencia del mesero, a lo que: ¡Sáquese!, quiero sexo, no tragos. Y Demetrio viendo a la morena le dijo: Órale, tú, vamos de una vez a la cama. ¡Qué brusco! Es que andaba de verdad apurado. A lo que sin más, ni modo, para adentro, casi a las carreras. Por ende, resumamos lo del encierro –estaba lloviendo, por lo que fue menester guarecerse cuanto antes –: apuro de desnudeces y apuro de ensarte, más lo faltante, esto es, los besos largos con lengüeteo muy móvil, como que al compás de la cadencia de ambos allá abajo; arriba, entonces, transportes de saliva o simples embarramientos de continuo. Pero ojalá no más combinaciones de posturas para no desconcentrarse. Lo que no ocurrió: y: la iniciativa en vilo, más de ella… De ella su afán, su extra, su gusto en correntía que adicionaba mimos casi sentimentales, amén de movimientos de cadera mucho más rítmicos como para que el macho agrandara sus ojos y alzara más sus cejas, al tope aquello ¡ya!, al grado de que Demetrio explotó con una exclamación a todo tren: ¡Dale… mi amor… así…! Nunca pensé que tú… Etcétera. Y el río de esperma de inmediato, con sentida correspondencia de orgasmo sin par. Satisfacciones. Luego el vestirse tan mal, por la prisa, nada de peinarse a gusto ante un espejo, ni ella ni él, cual debe, lo que sí que el agrónomo le prometió a la cachonda una segunda visita al día siguiente, y el pago: lo mero bueno, aunque no a la morena sino a la matrona: una chaparra con cintura ecuatoriana que se hallaba retacada en un cuarto lujosísimo junto a la enorme sala. Hasta allí entrar. Infiernito. Riesgo. Adentro, huy, olores pretenciosos. Relucía el morado de los sillones donde como patriarcas aclocados dos policías platicaban. Interrupción: y: es tanto. Pago. Dineral. Uno de los ojos de la matrona tenía una nube. Por ende: ¿qué decir de ese mirar misterioso, indefinido? Lo que debe añadirse es que no hubo mínimas sonrisas de ninguno de ésos, y ella con sus ojos moviéndose como limpiadores de parabrisas… La matrona le dio el cambio a Demetrio. Adiós. Media vuelta y… Veamos: no había motivo para que ése casi corriera, aun cuando, de todos modos, tuviese la impresión de salir de un mundo en llamas. Lo anterior queda como un vasto encuadre. Pareciera todo un pinturreo morboso, con coágulos de óleo apelmazados a propósito. Lo que sigue es una adivinanza: ¿en qué época estamos? La respuesta es 1945, año del estallido de la bomba atómica y fin de la Segunda Guerra Mundial. Modernidades. Pero estamos al otro lado del mundo, en Oaxaca, centro cultural universal, superior (digamos) a Tokio. Pero, más bien, estamos con Demetrio Sordo, el agrónomo sexual, que un día de tantos se puso a hacer cuentas. Es que llevaba más de una semana de visitar el burdel Presunción. Excepto un lunes, el resto de los días había hecho el amor con la morena grandullona. Tal portento: Mireya se llamaba, nombre en el aire porque en el burdel le decían Bambi. A saber por qué el mote, la fulana no era delicada como la caricatura en mención. Todo lo contrario. Le hubieran puesto, por ejemplo, Diosa Kali, por exuberante, o Diosa Isis, o por ahí, o sepa, pero ¿Bambi? Para evitar incurrir en una obsesión superflua, centrémonos en lo de las cuentas. Demetrio empezó a vaciar números en un cuadernillo a rayas. Su pluma atómica se deslizaba con torpeza. Nervios. En trece días un total de ciento cuatro pesos, desde luego bien invertidos; de cinco en cinco el placer, más los tantos precios de entrada, de tres en tres, cosa inigualable para un obseso. Los lunes Mireya descansaba. La advertencia a tiempo sirvió para que Demetrio tuviera a otra entre sus brazos, nada más – ni modo – ese lunes siguiente. La novedad fue una flaca estilizada muy desabrida… Luego: calcular la suma de su sueldo menos sus gastos de cajón. La insólita añadidura. El placer en cueros. Lo compartido cada vez más en firme. Lo tremendo en vías de transformación diaria: oh amorío, oh siluetismo. Y volviendo a los números, poco más de doscientos pesos eso. Y los otros gastos. También restar lo de los lunes. No querría un reemplazo sexual. Se lo impuso: ningún experimento. Sería tristísimo, como sucedió con esa huesuda de cara bonita. Además, él debía descansar, era necesario. Así que lo haría, seguro: la abstinencia como relajamiento: una vez por semana: ¡sí!, para no reventar. Ahora viene lo ilustrativo en cuanto al trabajo de Demetrio: su jornada laboral abarcaba de las siete de la mañana a las cinco de la tarde, a veces hasta las seis y rara vez hasta las siete. Al terminar con su deber se encaminaba directo hacia la casa de huéspedes de doña Rolanda, una señora caduca y ultraconservadora. En ese lugar él arrendaba la habitación más espaciosa. Y el ir habitual: su regreso, su hastío con gotas de beneplácito. Bueno, hasta hacía justo diez días tal automatismo, ¡claro!, entre semana, siendo que sábado y domingo ocurría lo que podía llamarse «encierro conceptual», loco, o también pascasio, en su cuarto rentado, mismo que tenía un aparato de radio: encenderlo para abandonarse oyendo música romántica y noticias tontas: cuantía de horas en franca inopia. Todo eso que ya le resultaba detestable. Pero por las noches…
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Quasi mai traduzione di C.A. Montalto Sesso, valido pretesto per spezzare la monotonia; sesso-motore; sesso-affanno; abitudine al sesso come un’ingozzata qualunque che diventa, poi, zavorra; sesso smisurato, incontenibile, frenetico, ambiguo come un gioco che confonde e poi rischiara e ancora confonde; sesso-simulacro, sesso-ovvietà. il piacere, alla fine, come un elogio che viaggia in senso contrario alla vita. Pensieri sospesi durante una camminata in un pallido pomeriggio. Strade in salita e in discesa, isolato dopo isolato. ansia nel passo, ansia nella mente. il soggetto in questione era un certo Demetrio Sordo, alto e magro, sui trent’anni, legato alla vita di campagna dove svolgeva le proprie mansioni con moderato entusiasmo, ma per svagarsi: quali emozioni? Le partite notturne a domino in una locanda di quart’ordine; le passeggiate, rare e monotone, lunghe appena tre chilometri, ma anche meno; i caffè bevuti di sera, sempre da solo e senza un perché; le lettere scritte a individui conosciuti ma ormai spettrali. Al che la nausea, e allora, che fare? Pensare prevenendo dubbi e certezze: tante ipotesi scartate e molti più ripensamenti a cui, senza spremersi troppo le meningi, dovette la scintilla che andava cercando in quel pomeriggio nuvoloso. era il sesso la risposta più ovvia, anche se la vera sfida sarebbe stata farlo ogni ventiquattr’ore. Magari! Tanto denaro ma ben speso. Quella stessa notte l’agronomo andò in cerca di un bordello. Si muoveva con esitazione. i passi corti ne erano la prova. Sceso dal taxi, avanzò come se pestasse gusci d’uovo o camminasse a piedi nudi su vetri rotti. Si trovava poco lontano dal centro di un quartiere a luci rosse che non aveva alcunché di paradisiaco e, come se non bastasse, male illuminato. Era la seconda volta che si cacciava in un inferno come quello, perciò non sapeva da che parte andare. Guardandosi attorno, notò per prima cosa alcune donne malconce e ripugnanti sedute in fila all’aperto su poltrone a dondolo in legno di guaiaco, ciascuna accanto alla porta spalancata della propria baracca. Uno spettacolo rivoltante lungo un intero marciapiede da cui pian piano prese le distanze. In breve i passi corti divennero falcate. Comprensibile la sua fretta, giustificata dal desiderio di trovare un bordello esclusivo. Si fermò e chiese a un passante. Caso volle che, interpellato, l’uomo si mostrasse disponibile. Quello laggiù e un altro più avanti. Sono i più costosi. Poi una battuta sulle figliole che avrebbe trovato (ce ne erano di ogni genere), ma Demetrio non volle sentire oltre e, anzi, affrettò il passo senza neanche ringraziare, ed eccoli!, un bordello si chiamava La entretenida, l’altro Presunción, due villini gialli simili a quadrilateri sbilenchi che conferivano un tocco di lustro al crepuscolo: ma quale scegliere tra i due per passare la serata? Dilemma ameno, e prolungato. alla fine scelse il Presunción… Pagamento anticipato (come fosse un museo), uno sproposito: biglietti fruscianti sborsati a denti stretti. In cambio, la promessa della felicità immediata che trae forza dalla penombra (il colpo d’occhio doveva essere di grande impatto) con quel salone ampio e suggestivo, tinteggiato di arancione e gremito di poltrone. Non c’erano piste da ballo, ma non mancava il sottofondo strumentale: musica ranchera, ad altissimo volume, nient’altro.Era dunque un lusso quel lugubre scenario? il nuovo arrivato, curioso, si accomodò e si guardò attorno con aria imbambolata. L’accoglienza: grande cortesia: un uomo grassoccio gli indicava dove sedersi: cordialità di gesti reiterati. Gli chiese prontamente: Cosa le porto?, e l’ancora potenziale cliente rispose: Aspetti, aspetti. timidezza nascente mescolata ad ardore: Demetrio e la sua ricerca tra così tanta bellezza in penombra: un’indecisione così… eccitante? Di lì a poco, per fortuna, operò un distinguo: notò una giovane bruna prosperosa, una volgarità stravagante con un sorriso senza pari. Sentendosi scelta, sprofondò nella poltrona mostrando di proposito al curiosone le sue gambe deliziose, da cima a fondo. Stratagemma efficace, dato che Demetrio la chiamò e lei, solerte, briosa, dài vieni qui!, si avvicinò lentamente: la sua chioma cotonata ondeggiava ad arte. Camminava come se sfilasse in passerella. e senza ulteriori indugi, siediti!, parliamo del più e del meno! Un cenno d’insofferenza seguito inevitabilmente da qualche discreta (e un po’ giocosa) toccatina. momenti di dolcezza, sensazioni portate al limite. Gli albori del godimento, in altre parole: due, perché erano in due, alla ricerca di un’unione profonda, forse anche al di là del commercio sessuale, per poi passare a sguardi provocanti, ricambiati, ora di sfida, ora d’intesa; a tutto ciò aggiungiamo le gioie vaghe della penombra, perché col silenzio ebbero inizio le schermaglie che li unirono morbosamente nel desiderio: sul punto di baciarsi, ma, zac!, l’invadenza del cameriere, cui seguì: Si levi! Non voglio da bere, voglio sesso. E voltandosi verso la bruna, Demetrio disse: Dài, su, andiamo a letto. Che irruenza. Doveva essere parecchio eccitato. E così fecero, senza esitare, quasi correndo. Dunque, riassumiamo ciò che accadde all’interno (pioveva, era perciò necessario ripararsi quanto prima): voglia di nudità, voglia di scopare, insieme a tutto il resto, vale a dire, lunghi baci con lingue scatenate, come fossero a tempo con i movimenti delle regioni basse; in alto invece, scambi di saliva o interminabili inondazioni. Magari non avrebbero provato altre posizioni per rimanere concentrati. invece sì, e: iniziativa in bilico, più da parte di lei… il suo affanno, l’extra, scariche di piacere accompagnate da carezze quasi sentimentali, assieme a movimenti ritmati del bacino da far ingrossare gli occhi e alzare le sopracciglia, fu il culmine!, e in quel momento Demetrio esplose in un turbine di esclamazioni: Sì, amore, così… Ma come fai… eccetera. E subito un fiume di sperma seguito prontamente da un orgasmo senza pari. Appagamento. Rivestirsi male, di fretta, senza nemmeno riordinarsi i capelli davanti allo specchio, né lei, né lui, ad ogni modo l’agronomo promise alla viziosa un’altra visita l’indomani, e il compenso: buono davvero, non a lei però, alla madama: una donna atticciata, dalla vita smisurata, che se ne stava in una stanza oltremodo lussuosa accanto al salotto. Demetrio entrò. L’inferno in miniatura. Pericolo. all’interno, puah, odori prepotenti. Poltrone rosse e lucenti dove, adagiati come patriarchi, conversavano due poliziotti. interruzione, e: il conto. Il pagamento. Un patrimonio. In uno degli occhi della madama c’era una cataratta. Perciò: come interpretare il suo sguardo misterioso, indefinito? Va detto peraltro che nessuno fece il minimo accenno a un sorriso, e lei, con quegli occhi che si muovevano come tergicristalli… La madama diede il resto a Demetrio. Arrivederci e grazie. Fece dietrofront e… un momento: non c’era motivo di mettersi quasi a correre, benché avesse, tale e quale, l’impressione di uscire da un mondo in fiamme. Quanto detto finora sembra un ampio scarabocchio depravato, con grumi d’olio lasciati solidificare a bella posta. Quel che segue è un indovinello: in quale epoca ci troviamo? La risposta è 1945, l’anno dello sgancio della bomba atomica e della fine della Seconda Guerra mondiale. modernità. Ci troviamo però dall’altra parte del globo, a Oaxaca, centro culturale mondiale, superiore (si fa per dire) a Tokyo. Ci troviamo inoltre con Demetrio Sordo, l’agronomo del sesso, alle prese con la contabilità in un giorno qualunque. a dirla tutta, stava frequentando il bordello Presunción da oltre una settimana. aveva fatto l’amore con la bruna prosperosa tutti i giorni tranne il lunedì. Una forza della natura: il suo nome era Mireya, un nome in penombra, dato che al bordello tutti la chiamavano Bambi. Che poi, chissà perché proprio quel nome d’arte, la signorina non era certo delicata come l’omonimo cerbiatto. Tutt’altro. Avrebbero potuto ribattezzarla, per esempio, dea Kali, per l’esuberanza, o dea Iside, o qualcosa del genere, ma Bambi? evitiamo però di cadere in ossessioni inutili e soffermiamoci sulla contabilità. Demetrio cominciò a snocciolare cifre sulle pagine di un taccuino a righe. La sua penna scorreva lentamente. Che nervi. in tredici giorni un totale di centoquattro pesos, d’altro canto ben spesi; le prestazioni divise per cinque, più gli ingressi divisi per tre, un affare incomparabile per un maniaco. Lunedì era il giorno libero di Mireya. Demetrio venne avvertito per tempo in modo che potesse stringerne un’altra tra le braccia, ma solo (ormai) il lunedì dopo. La sostituta era così magra che sembrava stilizzata, a dir poco insipida… Quindi: calcolare la somma dovuta per il suo compenso, detraendo le spese fisse. Aggiunta inaspettata. Il piacere senza veli. Quello condiviso, sempre più saldo. Quello sproporzionato in via di trasformazione quotidiana: ah, l’amour!, il silhouettismo! tornando ai numeri, poco più di duecento pesos. Più spese. Escludendo i lunedì. Non desiderava affatto un surrogato sessuale. Rimase fermo nel suo intento. Niente sperimentazioni. Sarebbe stato fin troppo triste, come lo era stato con la ragazza scheletrica dal bel faccino. Doveva riposare tra l’altro, era necessario. E lo avrebbe fatto, eccome: sarebbe stata l’astinenza il suo riposo: una volta alla settimana: sì! Per non sfinirsi. e ora un resoconto dell’attività di Demetrio: la sua giornata lavorativa andava dalle sette del mattino fino alle cinque del pomeriggio, a volte si concludeva alle sei, raramente alle sette. terminato il lavoro, si dirigeva alla pensione in cui alloggiava, la stanza più grande era la sua. La pensione era gestita da doña Rolanda, una vecchia decrepita e ultraconservatrice. Giornata tipica: il rientro, la noia spruzzata di pazienza. e dunque, fino a due settimane fa era questo il suo automatismo; escludendo ovviamente il sabato e la domenica, giorni dedicati a quel che si potrebbe definire un «isolamento spirituale» (roba da matti), un po’ come uno studente fuorisede che trascorre la Pasqua nella sua stanza in affitto dotata anche di apparecchio radio: lo accendeva per abbandonarsi all’ascolto di canzoni romantiche e notizie stupide: ore e ore di assoluta inopia. Per lui era quanto di più odioso potesse esserci. La notte invece… |
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